Mi primer encuentro con la obra de Pedro Friedeberg fue un parte aguas, una experiencia de las que han marcado mi vida. Eran los tiempos en que iniciaba mis estudios de Diseño Gráfico, allá por 1985, en un reconocido Hotel en Polanco. Mientras subía la escalinata para asistir a un evento descubrí paso a paso un mural suyo que me hizo tropezar con algún escalón. Pensé que por haber llegado con antelación podría contemplarlo por unos minutos más. ¡Me sorprendí ante la cantidad de elementos y el cúmulo de simbolismos! Sin meditar en las historias, lo que el artista expresó o en dilucidar la frontera (si es que existe) entre la obra de arte y el diseño. Aquella postal hizo darme cuenta de que además de Escher y Vasarely había alguien más a quien admirar. A partir de entonces lo convertí en un grande de mis favoritos.

Pedro Friedeberg nacio en Florencia, en 1936. A los 3 años de edad llegó a México con su familia huyendo del conflicto bélico de la II Guerra Mundial y desde entonces estableció su residencia en el país. En sus años preuniversitarios, no estando muy convencido, se decidió por la arquitectura; tiempo después la abandonaría por considerar que en ella todo es cuadrado, aburrido y lento”. Pero ingresar a la carrera también sirvió al destino, que se encargó de juntarlo con Mathías Goeritz, con quien estrechó lazos de amistad y quien lo situó en los caminos del arte alentando su naciente producción artística excéntrica y original.

A Friedeberg se le considera dentro del grupo de los surrealistas mexicanos; mantuvo relación con Leonora Carrington, Wilfredo Lam y Remedios Varo (esta última, se comenta, fue quien lo recomendó en la Galería donde se llevaría cabo su primera exposición). Era 1960. Pedro Friedeberg tenía 22 años. Formó parte del grupo de Los Hartos, un grupo de artistas de corte dadaísta que cuestionaba el arte en sí y todo lo que hasta entonces se había hecho, para transformarlo y producir, según ellos: “el buen arte”. Los Hartos, conformado por figuras como Gunther Gerszo, Mathías Goeritz, Alice Rahón, Leonora Carrington, Remedios Varo y Paul Antragne, se caracterizó por la excentricidad y la irreverencia para manejar sus obras. La influencia de este grupo definiría en Friedeberg su producción de fantasías arquitectónicas, muebles, objetos inútiles, pinturas de lugares inexistentes y estructuras imposibles de cuartos y pasajes secretos.

Siempre ajeno a la doctrina de la arquitectura convencional se interesó por diseñar muebles y creó una serie de sillas, mesas y sofás de estética fantástica. De esta producción se derivaría su popular pieza Mano-Silla, que le otorgaría reconocimiento internacional por su peculiar versión en forma de palma de mano, un novedoso diseño tallado en madera cubierta por láminas de oro, bello y ergonómico, que permitía a la persona sentarse en la palma y acomodarse en los dedos, que servían como respaldo y descansabrazos. Su mobiliario fue muy popular en los años 60 y 70.

La obra de Friedeberg es valorada por su estilo fácilmente reconocible. Es común hallar en sus piezas referencias visuales de escrituras, códices aztecas, horizontes, símbolos del ocultismo y de algunas religiones de las que obtiene elementos que integra, -o traduce- en composiciones surrealistas. Su obra es generosa y abundante, cargada de excesos, ironías y una repetición de elementos que la convierten en un compendio de los momentos del arte que ha vivido. Además, la repetición en sus pinturas se puede identificar como una característica propia del Op Art.

Él mismo define su trabajo como un híbrido permeado de sarcasmo y cinismo que salta a la vista. No hace arte para otros, no lo considera un arte social; es más bien una catarsis personal de patrones, líneas, símbolos y colores, una ornamentación que puede resultar excesiva, pero que otra manera restaría cualidades estéticas a su trabajo, un trabajo en el que se percibe el gozo, por ejemplo, su edición de Alfabetrinos lo demuestran lúdicamente. Su obra se exhibe permanentemente en el Museo de Arte Moderno, el Museo José Luis Cuevas, en distintos museos del extranjero como el MoMa de Nueva York, el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, el Musée du Louvre en París, el Museo Omar Rayo en Colombia, El Museo Cavallino en Italia y La Casa de las Américas en La Habana.

Y ya, para terminar, por razones que desconozco en aquel Hotel de Polanco movieron el mural. Gran trabajo, “titánico” yo lo calificaría, como todo lo que hacen ahí. Sin embargo, no luce igual, no produce la emoción de la primera y demás veces que regresé a ver “16 Adivinanzas de un Astronauta Hindú”; pero sigue teniendo un espacio muy decoroso y debería ser visto “por todo el mundo” (¡pero ya no lo muevan!).

Recordando con nostalgia las épocas doradas del Arte Moderno, en esta ocasión me honra y complace mucho presentar muestras de la obra de este gran artista y personaje –amante del ajedrez- de nuestra cultura que adoptó México como su patria y que vence al tiempo, adaptando su obra a la manera de las técnicas contemporáneas, empleando el giclée y la resina, para difundir su visión del mundo. La imaginación es infinita.

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© Eduardo Alberto Álvarez Sánchez